Le
gustaba pensar en las vidas de sus pacientes, imaginárselos trabajando, yendo a
hacer la compra, jugando con sus hijos. Era su manera de relajarse en el
quirófano. Lo había tomado como hábito en la facultad, cuando aquel viejo
profesor lo eligió como ayudante en las clases. Casi todos solían parecerle
gente agradable, pacífica y amistosa. Pero había excepciones, como aquel
boxeador de cara arrogante que entró en parada cardíaca tras el último asalto y
el consumo de varias drogas. O la empresaria prepotente, que había llevado a la
quiebra a tres empresas y sufrió un ataque de miocardio cuando fue detenida en
el aeropuerto. Como cardiólogo reputado
nadie dudaba lo más mínimo de sus esfuerzos por salvar vidas. Ni siquiera
sospecharon de él cuando el rey ingresó para una sencilla intervención de
corazón y no salió nunca más.
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