Y
acabé allí sin saber por qué, montado en un trenecito lleno de personas del imserso
dando una vuelta por aquel pueblo
recóndito. Me sentía como sus calles, viejo, lleno de parches mal colocados y
difíciles de sortear los días de lluvia. Me reflejaba en sus edificios,
escondiendo historias silenciosas en habitaciones vacías, callando secretos a
voces con fachadas de piedra. Inundado de una niebla de soledad quedaba, albergando
recuerdos de cuando la luz llegó por primera vez como símbolo de progreso y se
marchó después con su séquito real veraniego. Pero la verdad es que todo dolor,
duda o desasosiego se levantaba como
bruma cuando me veía rodeado de aquellos lares verdes, de playas bravas, con leche fresca, sobaos caseros y carreteras secundarias infinitas. Todo me
sabía a hogar. Nunca me alegré tanto de haber tomado una decisión como la de aquel
día del accidente. - ¿Dónde quiere pasar la eternidad? - En Cantabria,
contesté.
Sabía
que allí me olvidaría de que un día morí.
Microrrelato participante en el concurso de relatos " ¿A qué sabe Cantabria?"
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