Tiene una pequeña nariz salpicada con pecas, que
comparte con su hermana mediana. Es menuda y delgada, supongo que como su madre
en la juventud. Es impaciente a la hora de la comida y le gusta todo bien
caliente, como a su yayo materno y a su tía Pascuala. Heredó la cabezonería de
su padre y un “no” es un “no”, aunque al
final se transforma en un “sí”. Cierra siempre los ojos en las fotos y las lágrimas
le cubren el rostro cortándole la respiración cuando algo le duele. Tiene un
sentido del humor extraordinario y una sonrisa siempre preparada en la boca,
reflejo del amor que recibe y de su alma cristalina. A veces es un poco
cotilla, desobediente y mentirosilla. Un ojo a veces se le desvía unos milímetros
y quizás no estuvimos muy hábiles a la hora de acudir a un dentista a tiempo. Pero
cuando la observas y ves ese misterioso brillo en su mirada olvidas esos
pequeños puntos débiles.
Salpica toda la pila del lavabo por las mañanas, esparciendo
con cada gota de agua sus alegrías y sus penas. Desayuna poco y rápido, como no
queriendo perder el tiempo por la mañana. Le gustan las telenovelas, escuchar música en
castellano y tararear canciones que nunca desvelaríamos. Puede pasar horas y
horas mirando libros, imaginándose historias, creando dibujos inexistentes con
las letras, observando colores, desgastando hojas. Le gustar estar en casa, en
su casa. Le apasionan los suvenires y acumula toda clase de recuerdos, regalos
y objetos extravagantes. Y siempre la pillarás con pequeñas bolitas de papel en la mano o en los bolsillos.
Tiene un mundo interior tan rico que a veces creo
que los pobres somos nosotros, los de fuera. Es feliz (o eso creo) y con eso me
basta. Le debo más de lo que ella cree o de lo que yo creo. Espero devolverle un
día tanto como me da ella a mí, por ahora empezaré con este microrrelato, pero
no me olvido ni un solo día del viaje a Paris.
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