- ¡Ni
harta de vino vuelvo al pueblo!- gritó la sudorosa tía Ramos subiendo la cuesta de la ermita, arrastrándome de la mano.
- ¡¡Una y no
más, Santo Tomás!! - Gruñía entre dientes quitándose el polvo de la toquilla, mientras se santiguaba
haciendo gala de respeto a los santos a los que juraba. Aquella tarde permanecerá para siempre en mi pupila, como los
atardeceres rojos de la montaña de la ermita, como el aire fresco y limpio de
la cara norte de la ladera, como la bofetada y el abrazo entre sollozos de la tía Ramos. Fue el primer día que quise ir a jugar con el resto
de niños del pueblo y fue el primer día que supieron de mi existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario