Los dedos se me habían vuelto a congelar. Que
difícil era escribir en aquella habitación helada, oscura y vacía. Por mucho
que quisiera hacer de aquello mi hogar, siempre había algo que me recordaba que
nunca lo sería. El papel que se descorchaba de la pared, la pata coja del
somier, la carcoma de la pequeña mesa debajo de la ventana cuyas contras dejaban
pasar la escasa luz que recibía el habitáculo durante todo el día. Pero
aquellos escasos 2 metros cuadrados se transformaban en 6 en las cuatro letras
que escribía una vez al mes. La ventana se tornaba como un gran ventanal por
donde el amanecer entraba todos los días para recibirme en el mundo. El colchón
de paja era uno de algodón, de segunda mano, pero caliente y cómodo para mis
jóvenes pero gastados huesos. La mesa era un antiguo escritorio de roble que el
señor iba a tirar pero decidió cedérmelo para que continuase con mis estudios
nocturnos, y mejorara en eso de escribir y leer. Sin duda había mejorado
bastante en ello, ya que mis cartas eran dignos folletines de novelas salidas
de la imaginación más desarrollada.
Fotografía de la casa museo de María Pita (A Coruña)
A algunos les parece triste el refugiarse en el mundo de la imaginación y de los sueños. Pero, a veces, es la mejor manera de seguir adelante, sin caer en la resignación, convencidos de que lo que deseamos llegará a ser real si nos empeñamos en que así sea.
ResponderEliminarA mí me sirve y tu relato me ha tocado el corazón.
Hermosa historia de superación personal. Captas a la perfección ese espíritu en tu relato.
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