01 julio 2015

Sin nostalgia




Qué extraño y a la vez atrayente me  resultó siempre el entramado de calles del barrio. Torcidas, llenas de ramificaciones, impredecibles, recónditas, semejantes a nuestro propio sistema nervioso. Mi padre siempre nos contaba que vivíamos en la parte más mágica de la ciudad, en medio del dédalo de callejuelas donde podían transcurrir algunos de los cuentos de las Mil y una noches. De hecho con esa frase nos acostaba todos los días en nuestra antigua casa del recodo. Nuestra calle no era de las más estrechas del barrio, al contrario que la de Miguel por la que no cabía ni un coche, de hecho cuando murió su abuela tuvieron que sacarla por toda la calle en una silla. La plaza estaba detrás del solar del jabalcón. La de tardes que pasábamos jugando en aquellos escombros viejos y en el adarve del tío Hilario. Recuerdo que nos daba unos duros para  ir a comprarle lo que necesitara y luego nos tiraba una cesta con una soga para que se lo depositáramos en ella. El pobre casi se muere de un susto el día que Miguel le puso un petardo en la cesta junto a la barra de pan. Qué extraño me pareció siempre el barrio, e incluso  ahora tras la demolición del último edificio sigue resultándome atrayente. Nadie es profeta en su tierra, supongo que por eso los antiguos vecinos o incluso Miguel se enfadaron tanto cuando me nombraron jefa de las obras de remodelación del barrio. Puedo entender su nostalgia, pero las ventajas del centro comercial ya les harán olvidarlo todo.






Microrrelato que fue presentado al III Concurso de relatos mínimos Historias de la calle, del Museo Sefardí de Toledo.

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