Qué extraño y a la vez atrayente me resultó siempre el entramado de calles del
barrio. Torcidas, llenas de ramificaciones, impredecibles, recónditas,
semejantes a nuestro propio sistema nervioso. Mi padre siempre nos contaba que
vivíamos en la parte más mágica de la ciudad, en medio del dédalo de
callejuelas donde podían transcurrir algunos de los cuentos de las Mil y una
noches. De hecho con esa frase nos acostaba todos los días en nuestra antigua
casa del recodo. Nuestra calle no era de las más estrechas del barrio, al
contrario que la de Miguel por la que no cabía ni un coche, de hecho cuando
murió su abuela tuvieron que sacarla por toda la calle en una silla. La plaza
estaba detrás del solar del jabalcón. La de tardes que pasábamos jugando en
aquellos escombros viejos y en el adarve del tío Hilario. Recuerdo que nos daba
unos duros para ir a comprarle lo que
necesitara y luego nos tiraba una cesta con una soga para que se lo
depositáramos en ella. El pobre casi se muere de un susto el día que Miguel le
puso un petardo en la cesta junto a la barra de pan. Qué extraño me pareció
siempre el barrio, e incluso ahora tras
la demolición del último edificio sigue resultándome atrayente. Nadie es
profeta en su tierra, supongo que por eso los antiguos vecinos o incluso Miguel
se enfadaron tanto cuando me nombraron jefa de las obras de remodelación del
barrio. Puedo entender su nostalgia, pero las ventajas del centro comercial ya
les harán olvidarlo todo.
Microrrelato que fue presentado al III Concurso de relatos mínimos Historias de la calle, del Museo Sefardí de Toledo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario